18 ene 2013

¿Quién será el del Sillón?

 
- Aquí tienes tu bocadillo.
- Me lo imaginaba más grande, vaya chufa.
- Problema tuyo. Es lo que hay.
 
 

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¿QUIÉN SERÁ EL DEL SILLÓN?
 
 
Hoy vamos a hablar de ti. Pero no de cómo eres tú...
 

 
...que también, sino de ti como podrías ser si te ocurrieran las aventuras que te vamos a contar.

Es decir, tú eres el que te pones a ti en la situación, y la situación te la damos nosotros. Es así de fácil y difícil a la vez. Pero no te preocupes, que todo irá rodado. Sólo tienes que imaginar.

El cuento comienza contigo en la cama. Durmiendo. Durmiendo de madrugada. Durmiendo de madrugada en un día de invierno. Durmiendo de madrugada en un día de invierno en el que no tenías nada que hacer, un domingo, por ejemplo.

Ese domingo era el preludio de un lunes, como suele ser habitual, y ese día no tenías ganas de pensar en el lunes que te esperaba. Y te despertaste. Te despertaste con legañas en los ojos. Te despertaste con legañas en los ojos y bostezando. Te despertaste con legañas en los ojos y bostezando, sintiendo algo extraño en tu interior.

Preparas tu desayuno, lo de siempre, nada del otro mundo, y comienzas a reflexionar sobre lo que sientes. Era raro, era como un poder, como si tuvieras una sapiencia nueva, algo que antes no podías controlar, pero tampoco sabías exactamente el qué. Sólo sentías convicción de que algo había cambiado respecto a ayer, y tenías cierta sensación de que la vida te iba a mostrar otra cara desde entonces. No le diste más importancia, aunque tampoco te vino tranquilidad, ni temor, era raro.

Seguiste con tu vida, y tuviste un pensamiento agradable. Imaginaste que estabas comiendo un delicioso asado. Un poco de calabacín de huerto con caldo de verduras al que añadías patatas panaderas y un poco de ajo picado, además de la correspondiente sal y con su obligado chorrito de aceite. Te regocijabas con su olor, según hablabas con tus amigos más cercanos y veías como se les hacía la boca agua con tan exquisito manjar, el cual sabías que era de tus especialidades cuando entrabas en la cocina. Era un placer indescriptible, y deseabas estar en esa situación como si llevases tres días sin comer.

De vuelta a la realidad, al poco rato, según veías la televisión, antes de llegar el mediodía, todo se tornó oscuro, comenzaste a sentir miedo. Empezaste a imaginarte en la cama, con mala cara y sufrimiento. Con la manta hasta la cabeza y con toda la habitación a oscuras. Era un pensamiento agónico, en el que tus ojos se cerraban con fuerza intentando esforzarse para quitar el dolor que tu cabeza estaba sufriendo.

Y dejaste de pensar. Miraste al televisor, te diste cuenta de que era un mal pensamiento y te alegraste de que no fuera verdad. Miraste el reloj y te diste cuenta de que eran ya casi las dos de la tarde. Recordaste que tus dos mejores amigos venían a comer y decidiste preparar tu especialidad más reconocida, el calabacín al horno.

Llamaron tus amigos a la puerta, ya estaban aquí. Te hacía ilusión pensar que ellos no habían probado todavía ese plato y creías que si les gustaba conseguirían hacerte sentir muy bien.

Te ayudaron a poner la mesa y pusiste el plato principal en el centro de la misma, sentándoos los tres a comer, preparados para degustar esa obra de arte. Los tres os mirabais mientras servías en cada plato la ración correspondiente. Y comenzasteis a comer. Estaba rico, y así te lo hicieron saber tus amigos. Tú sabías que estaba bueno, pero no sé. Comenzaste a recordar que esta mañana habías pensado ya que esos momentos ocurrían, y la sensación de felicidad era bastante menor en la realidad que lo que generó tu cabeza horas antes. Acabasteis de comer, charlasteis un rato corto mientras tomabais un café y tus amigos se fueron. Sin más. No estuvo mal, te repetías para tus adentros, sin querer reconocer que la quedada no fue nada del otro mundo.

Te sentaste en el sofá a seguir viendo la televisión. Según estabas sentado comenzaste a notar borrosa la vista. Empezaste a sentir una especie de picor interno en la sien derecha, que pasó a ser molestia y luego un leve dolor. Notabas cómo la luz entraba por tu ojo derecho y hacía que los músculos entre ese ojo y la sien se contrajeran, como si estuvieran intentando no deslumbrarse. Al poco rato, casi sin darte cuenta, comenzaste a notar cómo ese dolor se extendía sin piedad. Eso te anuló, la cabeza te estallaba, y sólo pudiste pensar en encerrarte en el dormitorio, meterte en la cama, apagar la luz e intentar dormir para ver si así se te pasaba ese malestar.

En medio de la agonía recordaste que esta mañana habías imaginado que te dolía la cabeza. Desgraciadamente, ese pensamiento se tornó realidad. Aunque estabas sufriendo, el dolor te permitió albergar un sentimiento extraño otra vez, similar al que tuviste por la mañana. Algo pasaba. Algo no era como antes. Algo inquietante estaba a punto de marcar una etapa importante en tu vida.
 
Llegó el lunes y fuiste a hacer la compra. Viste el teléfono móvil y tenías dos llamadas perdidas, una de ellas era de una persona, bueno, no de una persona, sino de esa persona. Esa persona te había llamado a las 11 de la mañana. ¿Qué querría? Te apresuraste a devolver la llamada, pero no te lo cogió. Viste el otro aviso, era de un número desconocido. Llamaste igualmente, para ver quién podría ser, esperando que no fuera nada de publicidad. Te lo cogieron. Era de una empresa a la que echaste el Currículum Vitae, así, por probar. Te iban a hacer una entrevista mañana martes, les había gustado mucho tu perfil y te dijeron que seríais dos candidatos al puesto, un buen puesto, mejor de lo que creías, y parecía que tenías cualidades para él.
 
Tu mente empezó a maquinar. Estaba confusa. Pagaste la compra y comenzaste a pensar según ibas para casa. Empezaste a pensar en esa persona, en sus intenciones. Era raro, os conocíais desde hace bastante tiempo pero nunca se dio cuenta, aparentemente, de lo que sentías, de cómo te atraía, de cómo se te caía la baba y tartamudeabas cuando entablabais una conversación. Comenzaste a imaginar que la llamada podría ser para quedar esa misma tarde, para tomar un café, o ir al cine, o ir a dar una vuelta, lo que fuera. Sabías que el lunes no tenía nada que hacer por la noche, así que era posible. Te imaginaste cómo comenzabais a hablar y justo en ese momento tenías la mente clara, y no metías la pata, como de costumbre. Por una vez, te mostrabas elocuente y con gracia, además de sugerente. Tan sugerente que llega un momento en el que os besáis. Fue un beso corto, pero intenso en sentimiento. Seguisteis hablando como si nada hubiera pasado y, al cabo de unos minutos, os abrazasteis y volvisteis a besaros, esta vez ya durante varios minutos. De ahí fuisteis al coche, condujisteis hasta un descampado y no pudisteis controlar la pasión. En tu cabeza fue maravilloso.
 
Te sentiste bien, muy bien, aunque luego comenzaste a pensar en la entrevista de trabajo. La impresión que te dio la persona que te llamó fue muy buena, parecía que te hablaba como si la primera opción para el puesto fueses tú, viste que lo tenías muy cerca. Demasiado cerca. Tu mente comenzó a hacer de las suyas y en tu cabeza sólo aparecían imágenes de ti delante de los entrevistadores, que te pedían información sencilla pero tú no sabías responderla. Y no porque no conocieras lo que tenías que decir, sino porque esa elocuencia que tuviste en el primer sueño del día, con tu persona amada, ya no se pudo reproducir esta vez. Te trababas y cada vez que abrías la boca para responder te metías en un lío más y más gordo que el anterior. Evidentemente, los entrevistadores no acabaron con buena cara, y se despidieron de ti con un frío "ya te llamaremos si te elegimos, muchas gracias por venir".
 
Para cuando acabaste de imaginar ya tenías el plato encima de la mesa, habías recalentado un poco de calabacín de ayer y te disponías a comerlo. No sabía mal, pero tampoco bien, decidiste que tardarías mucho en volver a hacerlo, porque comiéndolo dos días seguidos llegaba a saturar.
 
Justo después de comer comenzó a sonar el teléfono. Era esa persona. Con voz temblorosa le contestaste y aceptaste su invitación para tomar un café por la tarde. Te arreglaste lo mejor que pudiste y acudiste a la cita con alegría. Estuvisteis charlando y charlando y te diste cuenta de que nunca habías podido hablar con tanta soltura en tu vida. Viste una conexión muy similar a la que mostrabas en la película que te montaste por la mañana. Y os besasteis. Fue un beso corto. Seguisteis hablando como si nada, y volvisteis a besaros, esta vez con más duración. Os fuisteis de la cafetería y cogisteis el coche, e hicisteis el amor en el mismo descampado que imaginaste antes. No estuvo mal, pero tampoco bien. No fue lo que esperabas. No fluyó la energía. Los dos comprobasteis que no había química y decidisteis no intentarlo otra vez. Al volver a casa notaste vacío en tus entrañas, ese vacío que supone el no tener a nadie en el que pensar antes de ir a dormir. Hacía mucho tiempo que no te pasaba.
 
Y llegó el martes, por la mañana. Acudiste a la entrevista. Era una sala oscura, sobria, desangelada. Los entrevistadores te recibieron con una cálida sonrisa, parecía que esperaban grandes cosas de ti. Pero tus miedos se tornaron realidades cuando, ante preguntas de sencilla respuesta tú no conseguías enlazar ideas con la claridad con las que las hubieses hilado en cualquier otro momento. Viste cómo, cada vez que hablabas, el semblante de los entrevistadores se mostraba más rígido, y eso te hacía temblar más. Se acabó la entrevista, se despidieron de ti con un "ya te llamaremos si te elegimos, muchas gracias por venir". Saliste de la sala con los ojos rojos, a punto de echar a llorar. Sabías que habías perdido una oportunidad magnífica de mejorar en tu vida laboral.
 
Todo te parecía extraño. No sabías qué te estaba pasando, hasta que avanzaron los días.
 
El miércoles por la mañana imaginaste que jugabas un partido de tenis con tus amigos, bola por bola, y lo ganabas, para tu alegría, ya que nunca lo habías conseguido. También imaginaste que tu coche fallaba al volver a casa después del partido, ya era viejo y siempre estabas con el miedo de que eso podía pasar, pero esa vez lo imaginaste, claro.
 
El miércoles por la tarde jugaste un partido de tenis con tus amigos y lo ganaste. No sentiste nada más allá de un poco de orgullo momentáneo. Decidiste no volver a jugar al tenis, descubriste que no te gustaba, sólo echabas el partido cada miércoles con el objetivo de poder sentir lo que era ganar a tus amigos. Al volver a casa, mientras pensabas en el tiempo que habías perdido jugando al tenis y no al voleibol, que era tu verdadera pasión, tu coche se paró. La bomba de inyección dijo basta, o eso parecía, ya que te dijeron hace tiempo que estaba delicada. Como se confirmara eso tendías que pagar un buen dinero si querías recuperar tu medio de transporte. El miércoles te fuiste a dormir triste.
 
El jueves comenzó el día bien. Era tu cumpleaños. Nadie te había dicho nada, ni para quedar ni nada. Llamaste a tus amigos pero no te cogían el teléfono. Y te pusiste a imaginar. Pensaste en que te hacían una gran fiesta sorpresa en tu piso y que todos lo pasabais en grande. Luego, volvieron hacia ti los pensamientos negativos, otra vez sobre tu coche. Todavía no sabías si era la bomba de inyección lo que se estropeó. Imaginaste cómo el técnico del taller te lo indicaba, diciéndote que el coche estaba para tirar, con esos años no merecía la pena arreglarlo.
 
El jueves por la tarde te llamaron del taller. Y no te podías creer lo que te dijeron cuanto llegaste allí, fue la bomba de inyección lo que se rompió. Te quedaste sin automóvil, ahora tenías que pensar en comprarte otro. Según llegabas a casa, y según encendiste la luz, oíste un múltiple ¡SORPRESA!. Eran tus amigos, que te habían montado una gran fiesta, con todo tipo de detalles. Te dieron los regalos y hablaste con todos. Pero no lo disfrutaste. Viste cómo era todo forzado. Siempre soñaste con tener una fiesta de ese tipo, viste durante años cómo decenas de homenajeados sorpresivamente reían sin parar y lloraban de felicidad ante tal acontecimiento y demostración de cariño hacia ellos. Pero a ti no te gustó. Eras consciente de que algún día te tocaría a ti, pero no te gustó. Y querías que te hubiese gustado, pero no te gustó. Lo viste todo como muy artificial.
 
Y llegó el viernes. Y reflexionaste. No sabías que era lo que te pasaba. En cuatro días habías tirado por la borda cuatro cosas que te habían hecho ilusión durante mucho tiempo, y tus miedos se habían cumplido, para acompañar. Entonces es cuando ataste cabos, y descubriste tu poder. Tu nuevo poder.
 
No era un poder de superhéroe, ni mucho menos. Era un poder que cualquiera podría querer tener, si no lo había tenido nunca, pero, una vez que te afectaba, querías que se fuera lo más lejos posible. Era un poder que conseguía hacerte infeliz. Quitándote las ilusiones y atrayendo tus temores.
Era el poder de predecir el futuro, de tener una fantasía y hacer que se cumpliera. De tener miedo a algo y forzar que sucediera. La fantasía dejaba de ser fantasía, y se teñía con ese típico color parduzco de la realidad, que todo lo hace mediocre. El miedo, al transformarse en hecho, no perdía fuerza, sus consecuencias eran tan trágicas como te temías.
 
Más que un poder parecía una enfermedad. Y así estuviste dos semanas, imaginando que cumplías tus pequeñas ilusiones y pensando en que lo que temías se hacía realidad. Y así pasaste las tardes, decepcionándote cuando tenías lo que deseabas y sufriendo los inconvenientes que sabías que iban a afectarte.
 
A la tercera semana quisiste ponerle remedio. Fuiste a buscar ayuda, no sin antes mentalizarte de que, en unos días, no ibas a imaginar nada de nada. No le ibas a dar el placer a tu podrida mente de condenar tu vida al infierno perpetuo. Y fuiste a ver a una persona que te recomendaron.
 
Llamaste a una puerta, y ésta se abrió sola. Entraste, y transitaste por un pasillo oscuro, lleno de telarañas, para entrar a una sala minúscula, donde había un sillón dado la vuelta, una mesa pequeña y una silla al lado de la puerta por donde entraste. El sillón te ordenó sentarte, y le hiciste caso, no sin susto, claro. Ya con más calma viste que no era el sillón el que te hablaba, sino una persona que estaba de espaldas. Te avisó de que ya sabía por qué estabas ahí. Estaba al corriente de tu problema y te iba a ayudar.
 
Pasaron tres minutos. Tú no te atrevías a decir nada, y ese ser tampoco parecía tener nada que decir, hasta que se dignó a exclamar, con voz seria:
 
"El problema que tienes es que te has hecho demasiado mayor. No de edad, sino de mente. Te has convertido en una persona demasiado realista. Has marcado tus límites vitales y, con ello, has encerrado tu vida en una espiral de normalidad. Reflexiona sobre ello."
 
Y reflexionaste. Vaya si reflexionaste. A partir de ese momento te diste cuenta de que tu problema no era que adivinaras lo que iba a pasar. Como si eso fuera fácil de hacer, de la noche a la mañana. El problema es que tus fantasías cada vez eran más mundanas, más fáciles de conseguir y menos provechosas, claro está. Tus temores eran correctos, fieles a la realidad, a lo que podía pasar, pero te dedicabas a dejarte invadir por el miedo y usabas tu imaginación para convertir el riesgo en cuento.
 
Tu realismo quería salir a flote, necesitaba salir a flote. Tu imaginación también, necesitabas imaginar. E invertiste los papeles, eras realista en tus fantasías y guionista en tus miedos.
 
A partir de ahí, cada mañana, tenías un montón de pensamientos agradables. Quisiste romper con todo, y decidiste que nunca más se te iba a cumplir una fantasía. Pero no ibas a dejar de fantasear, claro. Eso sí, cuando imaginabas que te ocurrían cosas positivas, te encargabas de que fuesen tan raras, estrambóticas y quiméricas que nunca pudieran hacerse realidad. Te asegurabas de que sólo imaginándotelas podrías estar cerca de vivirlas.
 
Eso te permitió dos cosas. Lo primero, mantener tus ilusiones intactas. Lo segundo, cada vez que te pasaban cosas buenas no habías marcado un precedente, con lo cual no existía decepción que valiera, disfrutabas lo bueno de lo que te pasara en cada momento.
 
Pero, ¿qué hiciste con los miedos? La verdad es que, teniendo en cuenta que eres protagonista en este cuento, deberías saberlo. Pero, por si no lo recuerdas, te lo comentamos. Para hacer frente a tus temores usaste dosis de realismo, para acotarlos y buscar soluciones, adelantándote a ellos. A esto se le llama prevención, por si no lo sabías.
 
Y así fue como libraste una de las batallas más difíciles que te encontraste en tu vida. El enemigo eras tú, y conseguiste vencerte. 
 
Moraleja: La realidad y la ficción no están reñidas, pero cada cosa a su tiempo. Si se imagina, no caben los límites y, si se analiza, no es momento para cuentos ni fantasías.
 
 

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