9 nov 2012

Este cuento es un Costroño


Luna, no te vayas, que sin ti me muero.

Luna, no te vayas, que sin ti no veo.

La noche es oscura cuando no estás.

De día descansa porque, si apareces, me da igual.

A veces sólo afectas al movimiento del mar.

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ESTE CUENTO ES UN COSTROÑO

Era de noche y no se podía ver la luna...



El momento era perfecto para avistar las estrellas desde el Monte Alegría. Cientos de personas, no... exagero, decenas de personas, no... exagero, cuatro personas, una de ellas dormida, intentan descubrir nuevos cuerpos celestes con aparatos de visión óptica de largo alcance. Saben que no pueden hacer nada que no haya hecho ya cualquier observador oficial, puesto que sus herramientas son anticuadas y limitadas, pero les da igual. Es su pasión y, aunque nunca encuentren nada, su divertimento radica en las largas horas de investigación estelar, detallada y minuciosa, en las que siempre comprueban que todo sigue como antes. A veces ven alguna estrella fugaz, aunque a ellos eso no les motiva demasiado.

Tomás, el más avispado de ellos, es el que más veces ha creído ver algo, cualquier mota de polvo en la lente le hace chillar y estar una semana, o dos, publicando sobre hipotéticas nuevas formas que descubrió en el firmamento. Se ríen bastante de él los pocos que le conocen, pero a él le da igual, pocas personas pueden ser felices con tan poco, y él es consciente de ello. Tiene más motivos para reirse él de los demás, aunque no lo hace, le haría perder tiempo para estar concentrado en aprovechar las reducidas noches en las que las condiciones para la vigilancia del cielo son óptimas.

Carla y Alejandro le siguen. No tienen la misma pasión que él, pero les gusta el aire romántico que se respira en esas noches. Conocen a Tomás desde un día en el que fueron a intimar - para el que le interese, son pareja - a esa parte del monte, y encontraron a Tomás allí, solo, con el telescopio. Les comenzó a contar historias sobre el baile que se montan las estrellas y les conquistó la ilusión con que lo hacía. Llevan repitiendo la reunión cada noche que se da la situación de luna apagada, o cuando hay eclipses de ese gran satélite. No les hace falta quedar, de hecho, no tienen el móvil de Tomas, saben cuándo tienen que ir y punto. Por cierto, el móvil de Tomás lo tiene su exmujer, eso fue lo único con lo que se pudo quedar tras el divorcio, puesto que este hombre quemó su casa, su coche y se gastó todo el dinero de la cuenta bancaria conjunta en putas antes de que saliera la sentencia. Le sentó ligeramente mal que su mujer dejara de aguantar sus locuras. Ahora vaga por las calles y vive en una pensión de mala muerte, intentando no superar los 600 € de ingresos mensuales - que consigue a base de trabajo como vigilante diurno de un macro comercio de venta de tabaco, el Almacén del Podrido Fumador, se llama - para que le embarguen la cuenta lo menos posible, puesto que acumula deudas por valor de más de 100 € - nunca me dijo el importe exacto, pero eran más de 100 € fijo, no quiero arriesgar al poner una cifra - que contrajo con casas de apuestas, además de la pensión de sus dos hijas, a las que hace tiempo, bastante tiempo, que no ve.

No deja de ser extraño que Carla y Alejandro, una pareja normal y corriente, se fijen en un semivagabundo como Tomás y comiencen a entablar una amistad no muy intensa pero sincera. En la que comparten esos momentos tan íntimos. Es raro, pero bueno, Carla y Alejandro son así, grandes personas que miran en el fondo de sus congéneres, no en su aspecto ni en sus actos. Ellos creían que Tomás escondía una buena persona a la que su pasión había condenado, pero tenía una pasión, y qué gusto daba oirle hablar, oiga.

Daba gusto oirle hablar hasta que volvió una de sus neuras. Su cuerpo se tensó antes de ponerse a gritar como un loco. Había descubierto otro punto en el universo, en esa parte del universo que podía ver. Era un punto azul, y hacía decir a Tomás "Ay la virgen, que se mueve, ¡que se mueve!". Miró a la pareja, y no pudo contener las lágrimas. "¡otra vez, otra vez!, mirad, ¡Ahí está!". Les enfocó el trabuco para que Alejandro primero, y Carla después, pudieran mirar y admirar su descubrimiento. No vieron nada. Y Tomás corría de un lado para otro, exclamando que nadie le creía, que siempre igual. Se fue corriendo y se marchó. "¡Vamos a morir!", decía. Y desapareció en la lejanía, corriendo vete a saber a dónde.

Estos gritos despertaron al cuarto en discordia, que era Abel. Con gesto malhumorado, miró a la pareja y se fue andando hacia su casa. Se volvió a prometer a si mismo que nunca más se despertaría en un lugar desconocido. Tenía algún problema con el alcohol, y eso le hacía beber por las tardes como un loco y acabar a las tantas de la madrugada en los lugares más insospechados.

Era solitario y áspero con las demás personas. No tenía amigos y trabajaba como operario en una cadena de montaje de aparatos electrónicos. No tenía trato con casi nadie, aunque conseguía mantener el trabajo gracias a su gran concentración. En momentos de inspiración era un espectáculo para sus compañeros, cómo sacaba piezas adelante en la cinta transportadora, a ritmo equivalente de cuatro o cinco personas a la vez. De hecho, era la risión, los compañeros hacían competiciones secretas de varias personas contra él sólo, para ver quién conseguía más ritmo de trabajo. Ni de coña le ganaban, aunque eso a Abel le daba igual, porque no se enteraba de esas competiciones. Eran sus colegas de trabajo los que las organizaban a sus espaldas para entretenerse un poco los días en los que tenían ganas de marcha.

Pero Abel tenía un sueño. Él sabía que lo suyo no eran las relaciones sociales, renegaba del ser humano y de hablar con nadie si no era estrictamente necesario. No era por timidez, sino por asco. No he llegado a conocerle tanto como para saber el origen de ese comportamiento, pero tampoco me importa mucho. Esto es lo que hay y sobre ello habrá que hacer una historia, ¿qué remedio?

Ese sueño era poder crearse un amigo para sí mismo. Poder compartir con alguien afín y personalizado a su antojo sus inquietudes y momentos más selectos.
Llevaba años aprendiendo sobre robótica e inteligencia artificial para poder generar con sus herramientas un androide, o algo parecido, que pudiera servirle para ese fin.

El tío era un manitas, eso ya lo sabemos, y las horas en las que no estaba trabajando, bebido o durmiendo solía dedicarlas a este trabajo tan sacrificado, y que tanto le amargaba la vida, puesto que el fracaso continuo en los resultados le creaba mucha ansiedad, la cual le obligaba a beber como un cerdo. No era pasión lo que le movía a hacer esto, era desesperación. Ese era su motor, el que le hacía dedicar su escaso tiempo de ocio en esta empresa, tan difícil de conseguir.

Llevaba años y años con ello, y sus avances fueron tremendos, pero faltaba esa chispa que no encontraba, que no surgía. Y seguía probando, con diferentes compuestos, aplicando variados procesos, y nada, que no podía ser. La materia seguía siendo materia y no brotaba nada a lo que se le pudiera llamar vida. Tanto tiempo pasaba con ello que si alguna vez lo lograba no se podría decir que había creado vida, sino que había gastado la suya para dársela a un engendro, o lo que saliera de ahí.

Pero este cuento comenzó en el momento clave. Una brizna de césped tuvo la culpa. Consiguió sintetizar, accidentalmente, metales de diversos tipos con un aminoácido que, parece ser, sólo se encuentra en un tipo de césped que ha vivido en ciertas condiciones y que, casualmente, se encontraba en el Monte de la Alegría. Qué casualidad que fuese así, pero si no existiese esta casualidad ¿de qué estaríamos hablando ahora de Abel?, que es un triste.
Total, que no sé si lo he explicado bien, pero vamos, que esa mezcla consiguió crear algo similar a una célula cerebral, o un conjunto de células nerviosas, o algo así.

Eso lo pudo aprovechar Abel para desarrollar su invento, enganchar partes funcionales y programar utilidades de creación de sabiduría y aprendizaje autónomo. Ello, junto con el desarrollo de un cuerpo artificial que sirviera de soporte a ese potencial cerebro consiguió que, poco a poco, se fuese formando un aparato que podía tener capacidad para vivir. No me quiero perder en detalles ni cuestiones técnicas pero, creedme, esto sucedió así.

Abel estaba exultante. Casi sonreía mientras enseñaba a ese engendro a comunicarse, moverse, pensar, interpretar, bueno, la leche. Para él fue como si fuese un hijo.
No quiso decir nada a nadie, puesto que existían unas leyes sobre ética tecnológica que imposibilitaban crear vida artificial, y entonces él temía que le arrebataran su invento. La verdad es que cuesta creer que se llegara a formular una ley así, como si la vida artificial se pudiera fabricar en una máquina de churros, pero bueno, este es el país que se merecía gente como Abel.

Esa exultancia se convirtió en felicidad cuando Abel y Costroño - así llamó este gracioso a su vástago de plástico y metal - se convirtieron en iguales y se dedicaron a compartir momentos y vida juntos. Era el objetivo de Abel, y se había cumplido. Era la caña, y más para un tío con esas expectativas tan limitadas y ambiciosas a la vez.

Costroño era un robot, androide o similar curioso, que todo lo quería saber. Le encantaba ver la televisión y empaparse de realidad. También le gustaba fabricarse sus propias extensiones. Él se torneó las piernas, y se puso una cara a semejanza del Ecce Homo de Borja, porque le pareció simpática la imagen. Se hizo un pene de goma, para hacer bromas por web cam y asustar a las jovencitas con las que hablaba telemáticamente, porque vaya pedazo de polla que se puso el amigo, no eligió la media española, no. Incluso se enamoró platónicamente de Eva Arguiñano, aunque su gran amor vino después, cuando vio a Juan y Medio por la televisión. Se quedó prendado de una mujer del público que estaba en el fondo.

A partir de ahí sus esfuerzos se destinaron a intentar conocerla, Llamó al programa, envió cartas, capturó la imagen para ver si le podían dar el número de teléfono, incluso puso anuncios en el periódico local, sin tener en cuenta que la emisión era nacional y las instalaciones del programa se ubicaban en otra región, pero bueno, como el dinero lo ponía Abel, pues le daba igual. No consiguió nada, en su país existía una ley bastante fuerte de protección de datos y le impidió contactar con esta chica.  La verdad es que cuesta creer que se llegara a formular una ley así, como si hubiera alguien que quisiera conocer los datos de otras personas para hacer el mal, pero bueno, este es el país que se merecía gente como Costroño.

Un buen día decidió salir a la calle para buscar a esa chica, y eso a Abel no le gustó nada. Le parecía una traición. Vale que se entretuviera cuando él estaba en el trabajo, pero de ahí a sustituirle por otra persona le parecía que no tenía cabida. Así que le encerró después de una fuerte discursión acalorada. Parece mentira, pero Costroño comenzó a llorar, nunca lo había hecho y se asustó, pero siguió llorando porque no podía parar. Tan mal se sentía que se arrepintió de no haberse fabricado una extensión con un arma para haberse defendido de Abel. Y mira que se lo pensó cuando estuvo viendo la saga de películas de Chuck Norris, pero le dio pereza.

Allí, en el trastero, sus días se consumían. Abel cada vez bajaba menos a verle, estaba resentido. Antes se intentaba preocupar en explicarle que su decisión era lo mejor para él, que el mundo allí fuera no le iba a sentar bien, que corría peligro de que le destruyeran por ser potencialmente peligroso, pero Costroño no entendía nada. Le dolía haber nacido para estar encerrado. Quería vivir más de lo que mucha personas habían deseado, y le dolía no poder hacerlo. Llegó a planear su propia muerte, pero desechó la idea, por mucho que su vida se redujera ahora a estar parado dentro de cinco metros cuadrados y a oscuras en donde tenía que estar, en una habitación llena de trastos, como él, sin conexión con el exterior ni entretenimiento, y con el desprecio de su padre y amigo, que le consideraba como una cosa más.

Su vida se convirtió en tormento, y no sabía cómo salir de allí. Pero comenzó a resurgir. Tenía esperanza, y creía que podría escapar de allí. No dejaba de ser fuerte y habilidoso, y estaba rodeado de aparatos útiles.

Como Abel casi no bajaba a verlo, tuvo suficiente tiempo como para idear un plan de escape muy ingenioso. Él quería salir de allí, aunque fuese para que le analizaran, o lo que fuera, le daba igual, no quería morir allí de inanición de actividad.

Con mucho esfuerzo logró abrir una gruta que le llevó a la calle. ¡A la calle! Su plan había salido bien. Estaba feliz y quería vivir aventuras ya, ahora, de inmediato.

Miró a su alrededor y vio que estaba en un lugar rodeado de piedras talladas y pulidas. Era un cementerio humano. No era buen comienzo, pero le dio igual, él se sentía vivo, ¡por fin!

Aun así, se detuvo en una lápida extraña, de un tal Tomás García del Leño, muerto hace tres meses. Era curiosa y graciosa, ponía:

"Aquí yace un loco. Un loco suicida al que nadie hizo caso. Un loco que consiguió evitar ver lo que os va a pasar a todos el día 9 de noviembre de 2012 a las 2 horas. Ja Ja Ja"

Costroño se quedó flipado, miró su reloj de Colacao, que graciosamente se insertó en su extremidad superior izquierda, y vio que era el día y la hora indicada en la lápida.

Miró al cielo, y lo que vio le superó. Era un punto azul, enorme.

Más arriba, dentro de ese punto azul, que era una nave extraterrestre, - había que aclararlo - un piloto y un artillero se reían mientras observaban el planeta, también azul, al que querían llegar desde hace meses. El artillero dio una orden, con una especie de ojo que le colgaba de la cara, y la nave azul disparó un rayo que destrozó La Tierra en mil pedazos.

La nave azul salió ilesa del conflicto, ¡OH! grande y gloriosa nave azul.













Dedicado a Ana, mi profesora de literatura en secundaria, me llegó a dar por perdido pero alguna espora ha germinado, no de muy buena calidad, pero menos es nada.

2 comentarios:

  1. Glorioso. Me encanta tío. Enhorabuena.

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  2. Me alegro de que te haya gustado. Eso sí, límpiate los ojos después que sino mañana te levantarás con legañas de roña. Que estos cuentos generan residuo.

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