2 mar 2013

A veces es demasiado tarde para Empezar

 
 
Imagina que eres grande
Imagina que tienes dinero
Imagina que te diviertes
Imagina que tienes errores
Imagina que te están engañando
Imagina que te aburres
Imagina que te pegan
 
Imagina lo que quieras
 
Arrepiéntete de imaginar, incluso, por lo menos habrás imaginado algo
 
 
A VECES ES DEMASIADO TARDE PARA EMPEZAR
 
 
Viendo la televisión pasaba la noche sin pensar en nada. Era facilísimo para él abstraerse de los problemas cotidianos viendo el capítulo del día de su serial favorito...
 

 
...Eso le llevaba a lugares, momentos y compañías que no había tenido nunca, y le permitía disfrutar y sufrir vivencias que, de otra manera, no hubiera llegado a imaginar.
 
Así era Adolfo, prefería que le dieran la imaginación a fabricarla por él mismo. Era más sencillo, aunque no dejabas de depender de a lo que otros se les pudiera ocurrir. Pero no era una persona inculta, ni mucho menos. No sólo buscaba aventuras en el televisor, también gustaba de ir al cine e, incluso, leer algún libro. No todas las películas le agradaban, ni todos los géneros de lectura, pero le encantaban los que contaban historias de personas, de una forma ágil, sin que le dieran demasiadas vueltas.
 
En su trabajo todo era muy rutinario. Como buen auxiliar administrativo tenía que hacer lo mismo cada día a las mismas horas. Sólo se rompía el ciclo en fechas concretas, pero periódicas, en las que había que presentar ciertos tipos de documentos a ciertas entidades públicas, o cuando había algún problema que había que resolver. Aun así, él dependía de su jefa, no le permitían desarrollar ninguna solución que no fuese la que otras personas marcaran. No era infeliz con ello, lo prefería a tener que imaginar la salida a cada crisis que ocurría. Era mejor para él, trabajo casi automático con poca responsabilidad y casi ningún problema que llevar a casa. Para esto también hay que valer, pensaba él.
 
Pero que nadie se crea que era una persona uraña y solitaria, para nada. Este hombre tenía un grupo de amigos, familiares y conocidos bastante grande. Realmente sabía escuchar, puesto que era lo que le hacía conocer nuevas posibilidades, y eso agrada a la gente, que prefiere contar sus problemas o sus ocurrencias a estar pendiente de los demás. Como, además, solía sonreír habitualmente y era muy formal en el trato, no generando nunca conflictos, pues conseguía no estorbar a nadie, y eso agrada a la gente.
 
Al no estorbar siempre era el perfecto acompañamiento para todo momento, en cualquier barbacoa o celebración, era de los pocos que se encargaban de dejar todo recogido cuando finalizaba el evento, y eso agrada a la gente. No era de los que tenía la iniciativa de cocinar, o decorar la sala, u organizar sorpresas y espectáculos. No, eso era demasiada notoriedad para alguien al que le aterraba cometer errores. Por eso había encontrado su hueco haciendo cosas fáciles pero molestas, anteponía el bienestar de los demás a pasar él un buen rato de risas, y eso agrada a la gente.
 
En cuanto al tema amoroso, la verdad es que no había tenido muchas relaciones. Ya eran 35 años los que tenía y, la verdad, no veía la posibilidad ni la necesidad de compartir su vida con alguien. Tampoco había conocido a la persona adecuada. Una vez se enamoró, de una amiga de su amigo Rafael en un botellón que hicieron sus amigos al lado del río a los 20 años. Conoció a la persona más bonita que había visto en su vida, y le dio un vuelco al corazón, En unos meses estuvo viniendo a todas las quedadas del grupo de amigos, y él hablaba con ella habitualmente, escuchando las importantes tonterías que le pasaban cada semana a esta chica. Pero no se atrevía nunca a entrar más allá. No por novato, había estado con mujeres antes, gracias a que sus amigos intentaban que la típica chica con la que nadie quería nada se interesara por él, y gracias también a que sus amigas convencieran a conocidas suyas, generalmente escarmentadas por relaciones tormentosas con caraduras, de que era un buen chico y de que no les iba a hacer daño alguno. Fueron relaciones que no llegaron a mucho, un par de polvos insulsos y poco más. Realmente todas se acababan aburriendo de tanta corrección. Tampoco él mostraba mucho más interés en darle alegría a los encuentros, no dejaban de ser mujeres que no le hacían mucha gracia. Aun así, todo era muy civilizado y nunca se producía ningún conflicto cuando acababa cada uno por su lado, todos quedaban como amigos y él nunca hablaba mal de nadie, y eso agrada a la gente.
 
Volviendo a la chica de la que se enamoró, ella hacía el caso típico que se le hace a un chico que escucha. Cuando la noche estaba tranquila acudía a él a contarle sus historias, y cuando la noche se volvía más frenética ya no era Adolfo el más indicado para pasar el rato. Estaba bien sujetando los abrigos o el bolso, o yendo a pedir a la barra, pero poco más. De esta manera, un buen día, esta chica comenzó a salir con uno de sus amigos. Él se quedó contrariado, aunque tampoco hizo nada por cambiar la situación. No arriesgar era su vida, y no arriesgar era la forma de no conseguir cosas que necesiten riesgo para ser conseguidas. Él lo prefirió. Total, no creía tener opciones, así que no merecía la pena haberlo intentado. Por supuesto, un amor a los 20 años es difícil que perdure, y su amigo y la chica no duraron más de siete meses, con bastantes problemas a la hora de dejarlo y demás. Es otra historia, pero a Adolfo le dio igual, siguió con su vida, con sus folleteos esporádicos con mujeres resignadas a estar con personas como él esa noche y arreglado. Realmente no es algo que preocupara a Adolfo, él era feliz así.
 
Y volvemos a los 35 años de edad, en un momento en el que Adolfo tiene una mala semana. Por lo que sea su jefa ha cometido ciertos errores de planteamiento y decidió que era bueno para su carrera echarle la culpa a Adolfo de esos desaguisados. Él no pudo defenderse más que diciendo, paso a paso, el trabajo que había hecho. Por no molestar no se atrevió a negar nada, tampoco lo afirmó, pero asumió su culpa si es que la tenía. Por supuesto, los directivos de la empresa le sometieron a diferentes regañinas que él aceptó resignadamente, mientras tenía que ver la cara culpable de su jefa, que intentaba mantener la compostura y su versión poco estable de los hechos. Pero Adolfo es de esas personas que agrada a la gente, no sé si se ha dicho ya, y prefería mantener su puesto de trabajo y que la jefa no se enfadara a usar su orgullo.
 
Pero, en casa, Adolfo estaba triste. Había algo en el pecho que no le dejaba respirar. Le había pasado también el día en el que su amigo se besó por primera vez con la chica de la que se enamoró, también le pasó un día en el que tuvo que escuchar como una de sus amigas hablaba en una habitación con la puerta entre abierta de lo soso que era Adolfo, y también le pasaba cada vez que tenía reunión familiar y todos le insistían en la necesidad de formar pareja, tener hijos y prosperar en el trabajo, haciendo de menos su situación personal y laboral. Era una agonía suave pero desagradable, que Adolfo no podía remediar en unas horas. Sólo ver la televisión, alguna película, leer algún libro o cualquier cosa que le introdujera en la vida de otros personajes conseguía calmarle.
 
Un día de esa semana Adolfo se cansó de tanta serie. Eran las 2 de la madrugada y tenía que irse a dormir para trabajar al día siguiente. Ya era viernes, así que no pasaba nada por ir con un poco de sueño al curro, tenía toda la tarde para descansar. Además, al día siguiente no tenía muchos planes, con lo cual prefería dormir más tiempo a estar aburrido en casa en el inicio del fin de semana.
 
Con un poco de desgana se levantó del sofá y se dirigió hacia la cama. Las cuatro horas en frente de la caja tonta no habían conseguido quitarle la presión en el pecho. Nunca le había pasado durante tanto tiempo seguido, pero no se llegó a preocupar. Lentamente se quitó la ropa, poniéndose la camiseta con la que solía dormir, se arropó correctamente y apoyó su cabeza en la almohada. De repente, recordó que se había dejado la luz de la cocina encendida, justo cuando recogió los platos de la cena para meterlos en el lavavajillas. Se levantó asqueado, pulsó el interruptor y volvió a oscuras a la cama. La mala suerte hizo que tropezara con una mochila que dejó en el suelo al llegar esa tarde a casa y se cayera al suelo. Afortunadamente no le pasó nada y se fue a la cama otra vez.
 
Repitió el proceso de antes, se arropó correctamente y apoyó la cabeza en la almohada. Entonces recordó que no había puesto el despertador. Levantó la mirada y cogió el aparato, accionando el botón que activaba automáticamente la alarma a la misma hora de todos los santos días. Y volvió a apoyar la cabeza en la almohada. Disponiéndose a hacer lo de todas las noches, quedar la mente en blanco y relajarse, para entrar en vigilia durante unos minutos y después entrar en sueño profundo hasta la hora en la que sonaba el maldito despertador. La verdad es que Adolfo podía tener razones para no ser feliz del todo, pero una de ellas no era su capacidad para dormir. Nunca fallaba.
 
Pero ese día pasó algo raro en su cabeza. Comenzó a darle vueltas a algo. Era rara la sensación, estaba como creando una historia nueva, aunque no era consciente de ello. La caída de antes, cuando tanteaba a oscuras la ruta para llegar a la cama, le hizo pensar en el riesgo que corría por vivir solo en casa. Empezó a imaginar, sí, imaginar, qué hubiese pasado si en vez de caer al suelo limpiamente y sin daño le hubiera ocurrido alguna cosa más. Se imaginó dándose con la cabeza en un rodapié, por ejemplo, o con el pico de una mesa, o con una esquina. Imaginó lo que hubiera sido quedar tocado por aquella caída, sin que nadie lo supiera. Y comenzó a pensar en cuándo vendrían a rescatarle si aún estuviese vivo. Y no dio con nadie. En el trabajo, si le echaban en falta, llamarían a su casa pero poco más, no creía que nadie se preocupara por si le había pasado algo. Su familia tampoco era de la que pasara por su casa nunca. A veces pasaban semanas en las que alguien le llamaba para algo. Tampoco él era de llamar mucho, con lo cual tampoco nadie iba echar de menos no saber nada de él. Y los amigos, bueno, a lo mejor se extrañaban de que no les llamara ese fin de semana para quedar, pero no veía a ninguno que pudiera tomar la decisión de investigar el por qué ese sábado Adolfo no estaba entre ellos. De hecho, últimamente, no todas las semanas quedaban.
 
Con lo cual asumió en su cerebro que, si algo parecido le pasaba, estaba condenado a morir en casa totalmente solo y sin remedio. Y no se atrevió a imaginar cuándo alguien podía advertir el tiempo que llevaban sin verlo. Supuso que cuando su cuerpo estuviera en severa descomposición el olor alertaría a los vecinos, que llamarían a los bomberos para abrir la puerta, encontrándose ese espectáculo lamentable.
 
Y ese pensamiento llevó a Adolfo a imaginar las consecuencias de su muerte en el mundo. Se imaginó su entierro, su familia más directa llorando, algunos por pena y otros por obligación, a sus amigos con caras serias, y a sus conocidos del trabajo y otros lados manteniendo la compostura. Luego su historia se trasladó a los dos días después. Se imaginó cómo cada una de las personas que habían decidido ir a su sepelio seguía con su vida sin echarle de menos. Realmente todos tenían una vida en la que Adolfo era un actor totalmente secundario, casi un figurante. Apareciendo en escenas cortas o de fondo, pero sin protagonismo alguno en el desarrollo de las tramas principales. Sólo imaginó a sus padres llorando y pasándolo mal de verdad, entendió que perder un hijo es algo duro. Y eso fue lo único que le hizo llorar a él también mientras imaginaba su desgracia. Y ese llanto fue lo único que liberó su pecho de la angustia que llevaba sufriendo toda la noche. Y esa liberación fue lo único que le permitió conciliar el sueño.
 
Al día siguiente despertó con una sensación de tranquilidad que nunca había tenido. El desahogo de las lágrimas es más desahogo cuando no se llora desde los 10 años, como le pasaba a Adolfo.
 
Recordó lo que había imaginado la noche antes. Pensó, y le extrañó esa capacidad de crear historias de la nada que había descubierto. Pero llegó a la conclusión de que esa capacidad tenía un peligro enorme, podía ser un elemento desestabilizador, teniendo en cuenta la mierda de historia que había generado su cabeza. Así que decidió dejar de imaginar para siempre. Una y no más.
 
Murió a los tres años, infectado por un brote mutante de tuberculosis. A nadie le importó demasiado, salvo a sus padres, que tardaron en superarlo.
 
 

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